Estoy solo. No tengo dinero. Pienso desde la diferencia. No soy por tanto normal. Y esta mañana, en la calle, me he encontrado con un juez. Me ha mirado con ojos escrutadores, fríos y duros. Sabe que soy un condenado. Loa jueces solo condenan a los vencidos, marginales. Si el criminal, el ladrón, el corrupto, tiene dinero, ocupa una buena posición social, es respetable y ensalzado por los medios de comunicación, o sus ideas le aceptan a conceptos fascistas, no vive en la culpa, no teme a la justicia. Desde siempre la justicia está al servicio de ellos. Por eso son los vencedores. Y es implacable con los derrotados. Aquellos que por su posición económica, social o cultural no encajan en el mundo de las leyes que rigen gran parte del mundo, el de las oligarquías económicas y políticas, la ley por ellas misma conformada y aplicada. Desde un rincón de la calle me contemplaba Kafka. Sé que me compadecía. Sufría por mi indefensión.
Intento siempre esconderme, huir, no frecuentar ningún lugar en el que ellos en el que ellos, los jueces, puedan aparecer. Para encontrar uno justo me toparía con cien que no lo son. Busco no tener nombre, que nadie pueda idcentificarme, sepa que existo para que no me declaren culpable. Culpable de haber nacido como nací, ya con el estigmoa de la derrota en mi mirada. Pero resulta inútil. Nadie escapa a la Ley. Ellos son la Ley. Las amenazas de los sacerdotes tienen más que ver con la otra vida. Basta con no creer en ella para restarles importancia. Las de los jueces se cumplen en ésta. Los otros hablan, condenan espiritualmente zaunque también ayudan a los inquisidores, a los verdugos. Estos emplean las armas. La historia está llena de jueces. Jueces tuvimos en nuestra guerra llevada a cabo por los exterminadores fascistas. Jueces continuamos soportando en nuestra postguerra cruel. Siempre al servicio de la Ley. Porque ellos conforman la Ley, insisto. La Ley de los vencedores. Jueces existen todavía descendientes, continuadores de aquellos. Por eso, igual que de niño me quedaba atemorizado si de pronto veía mi enanez ante la inmensa altura de los guardias civiles, ahora es la palabra juez la que me llena de pánico. Así vivimos. Así morimos. ¿Ha de ser esto así siempre?. No tengo ya madre bajo cuyas faldas cobijarme como cuando era pequeño. Nadie me ampara. De ahí que esta mañana, al salir a comprar el periódico para leer sus mentiras, y verme al lado del juez, casi me echo a llorar, le suplico que me dejara marcharme, que yo no era nadie, que se olvidara de mí. ¡Qué atroz pesadilla la existencia de los jueces! ¡Cuánto daño hizo al mundo la existencia de ese, por otra parte en numerosas páginas hermosísimo libro, que es La Biblia!.
Intento siempre esconderme, huir, no frecuentar ningún lugar en el que ellos en el que ellos, los jueces, puedan aparecer. Para encontrar uno justo me toparía con cien que no lo son. Busco no tener nombre, que nadie pueda idcentificarme, sepa que existo para que no me declaren culpable. Culpable de haber nacido como nací, ya con el estigmoa de la derrota en mi mirada. Pero resulta inútil. Nadie escapa a la Ley. Ellos son la Ley. Las amenazas de los sacerdotes tienen más que ver con la otra vida. Basta con no creer en ella para restarles importancia. Las de los jueces se cumplen en ésta. Los otros hablan, condenan espiritualmente zaunque también ayudan a los inquisidores, a los verdugos. Estos emplean las armas. La historia está llena de jueces. Jueces tuvimos en nuestra guerra llevada a cabo por los exterminadores fascistas. Jueces continuamos soportando en nuestra postguerra cruel. Siempre al servicio de la Ley. Porque ellos conforman la Ley, insisto. La Ley de los vencedores. Jueces existen todavía descendientes, continuadores de aquellos. Por eso, igual que de niño me quedaba atemorizado si de pronto veía mi enanez ante la inmensa altura de los guardias civiles, ahora es la palabra juez la que me llena de pánico. Así vivimos. Así morimos. ¿Ha de ser esto así siempre?. No tengo ya madre bajo cuyas faldas cobijarme como cuando era pequeño. Nadie me ampara. De ahí que esta mañana, al salir a comprar el periódico para leer sus mentiras, y verme al lado del juez, casi me echo a llorar, le suplico que me dejara marcharme, que yo no era nadie, que se olvidara de mí. ¡Qué atroz pesadilla la existencia de los jueces! ¡Cuánto daño hizo al mundo la existencia de ese, por otra parte en numerosas páginas hermosísimo libro, que es La Biblia!.